Opinión
Ser la mejor entre las yeguas del amo


Periodista y escritora
Hace ya muchos años, debió de ser hacia el 2000 o el 2001, entrevisté a la actriz Lola Herrera, que cumple este año 90. Entonces, debía de rondar, pues, los 65. Se hablaba mucho entonces de la “invisibilidad” de las actrices mayores, parecía un tema “nuevo”, la idea de las cuestiones de género aún tardaría al menos una década en ir aterrizado en los medios de comunicación, digan lo que digan. Recuerdo que le pregunté sobre el asunto, más concretamente sobre cómo llevaba ella su propia edad. No sé qué contestación esperaba, pero lo cierto es que su respuesta me ha acompañado desde entonces. Yo rondaba en aquel momento los 33 y lo comprendí bien. Ahora, a mis 57, lo entiendo muchísimo mejor. Me dijo que se sentía estupendamente. “Ya me he liberado de la obligación de seducir”, afirmó con una sonrisa relajada.
Fue entonces cuando empecé a percibir la madurez de las mujeres como un momento de relajación, incluso a albergar un cierto anhelo por ir avanzando hacia ahí. La obligación de seducir de la que hablaba Lola Herrera está íntimamente ligada a la construcción de la mujer como objeto de consumo, y es una construcción evidentemente económica. Elígeme a mí y no a los otros productos que la vida te ofrece. Pero también tiene que ver con la doma. Ser la mejor entre las yeguas, ser la esclava que mejor cumple, satisfacer como ninguna las expectativas del amo. Esto, más allá de la seducción, se llama competitividad y se basa en el clásico enfrentamiento entre mujeres, algo espoleado y promovido por el patriarcado más salvaje. La rivalidad entre las mujeres ha dado los mejores frutos para cualquier construcción macho. Esto es así, y la que no lo vea, que estudie.
En estos días voy viendo con emoción cómo mi edad empieza a dar sus mejores frutos. Ha ido desapareciendo de mi vida la exigencia de seducir, algo que siempre, con distintas caras, estuvo ahí. Y que nadie se engañe, dicha basura lo mismo adopta las formas de la sumisión que las de la rebeldía. La buena esposa y la enfant terrible, tienen muchos puntos en común, además de la evidente necesidad de atención y aprobación.
Me doy cuenta a medida que veo surgir voces de mujeres jóvenes criticando el feminismo tanto desde posturas que definen como “anticapitalistas” como desde otras más punkis o, digamos, amacarradas y similares. Su idiotez me provoca un algo de ternura lejana y franca conmiseración. Todo movimiento que se expande ve cómo aquí y allá aparecen voces contrarias, habitualmente violentas, lo cual no es más que una evidencia de su fuerza. Es lo que pasa con el feminismo actualmente. En contra de lo que podría pensarse, sería deseable que tales voces manejaran argumentos bien armados, para así al menos provocar un debate enriquecedor. Lamentablemente, no es el caso.
Pero han pasado los años y algunas certezas, titubeantes entonces, están ya en mí asentadas, sólidas, muy propias. Sobre ellas me recuesto a ver cómo el anhelo de otras gentes por llamar la atención y cumplir con los mandatos de la seducción no hacen sino repetir aquellos patrones que conocí bien.
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