Opinión
Sobredosis de Melody


Por David Torres
Escritor
-Actualizado a
Cuando creíamos que todo había terminado, una semana después de la resaca de chillidos estrambóticos y loas genocidas, Melody dio una rueda de prensa en la que demostró que todavía tiene cuerda para rato. No bastaba con la penúltima plaza en Eurovisión, sino que además tenía que explicar por qué su actuación había sido todo un éxito. No lo digo de coña: pocas cosas habrá mejores que quedar penúltima en Eurovisión y una de las pocas es quedar la última. Especialmente este año. Sin embargo, lo que de verdad habría sido glorioso, lo que habría esmaltado de dignidad por una vez en muchos años ese ridículo festival de la horterada es que cualquiera de los participantes dejara de cantar y elevara su voz para clamar por el genocidio del pueblo palestino, la vergüenza infinita de que la bandera de su verdugo ondease tranquilamente con su estrellita azul, sin una triste mancha de sangre.
Hubiera sido un escándalo mundial, fíjate tú, porque hoy el escándalo no consiste en el asesinato masivo e indiscriminado de civiles indefensos, en bombardear una población y matarla de hambre, sino en denunciarlo. Así están las cosas y por eso Melody explicó claramente que ella es cantante, que una cosa es el arte y otra la política, que ella no se mete en política por contrato. Toda una lección para gente como Bob Dylan, Joan Baez o Bob Marley, que mezclaban churras con merinas. Quién le mandaba a Peter Gabriel dedicar una canción a Steve Biko, el activista sudafricano a quien la policía masacró a golpes en una prisión de Pretoria. Si Víctor Jara se hubiese limitado a cantar a las flores —o a los gorilas, como Melody—, no lo habrían torturado durante días, no le habrían cortado las manos ni le habrían asesinado a balazos. Le pasó lo que le pasó por cantar contra Pinochet y contra otra clase de gorilas.
Marian Anderson, la majestuosa contralto de raza negra de la que Toscanini dijo que “una voz así se oye una vez en un siglo”, podría haber aprendido de Melody a no meterse en camisa de once varas. Ni derechas ni izquierdas, ni machismo ni feminismo, ni nazis ni judíos, ni israelíes ni palestinos. Debido al color de su piel, a Anderson no le permitieron actuar en el Constitution Hall de Washington y tuvo que cantar en la escalinata del monumento a Lincoln, un concierto inolvidable donde arias de Schubert y Donizetti resonaron junto a spirituals afroamericanos frente a un auditorio de setenta y cinco mil oyentes. Durante décadas, la voz incomparable de Anderson fue rompiendo las barreras de la segregación racial en la música clásica. Cuando Sibelius, el mayor sinfonista viviente, la recibió en su casa de Ainola, en Finlandia, dijo: “Mi techo es demasiado bajo para usted”.
Otra que podría haber aprendido la lección de Melody era Billie Holiday, quien se ponía físicamente enferma cada vez que interpretaba Strange Fruit, el terrorífico lamento contra el racismo compuesto por Abel Meeropol —un judío blanco afiliado al Partido Comunista de los Estados Unidos—, una canción que habla de los negros linchados y ahorcados como extraños frutos colgados de los árboles. Otra gran cantante negra, Mahalia Jackson, la reina del góspel, no sólo fue una destacada activista por los derechos civiles, sino que acompañó varias veces a Martin Luther King en sus mítines multitudinarios. “Tengo la esperanza de que mi canto acabe con el odio y el miedo que separa a los blancos de los negros en esta nación” confesó una vez. Si cuando dio su famoso discurso en la escalinata del monumento a Lincoln, precedido por las palabras, “Tengo un sueño”, hubiera cantado Melody en lugar de Mahalia Jackson, el reverendo King probablemente habría dicho: “Tengo una pesadilla” o quizá, “Tengo dolor de cabeza”.
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