Opinión
Cremas antiedad y belleza natural


Periodista
-Actualizado a
"Una nueva belleza: las caras singulares sin retoques se rebelan contra los rostros idénticos que invaden las redes", leía estos días en un titular de una revista femenina y las fotos que ilustraban tan impactante aseveración eran las de actrices con rostros absolutamente corrientes dentro del mundo corriente, ese que va desapareciendo ante nuestros ojos cansados y constantemente cegados por los destellos de las pantallas que nos regalan consejos de belleza eterna y nos prometen alcanzarla con algo de disciplina, bastante dinero y mucho tiempo libre. Las caras singulares son, en definitiva, las caras con ojos, narices, orejas y bocas no intervenidas estéticamente, al menos, no de manera evidente, aunque ya sabemos que la sutileza también forma parte del negocio beauty. Las caras singulares pueden ser la mía o la de cualquiera con dientes ligeramente descolocados, narices resultonas u orejas de soplillo pero nunca marchitas, porque si hay algo que jamás se nos va a permitir a las mujeres de caras normales o rostros singulares es envejecer tranquilamente.
Durante las vacaciones, acabé metida en un comercio de una gran cadena de perfumería y estética, uno de esos lugares que intento evitar con todas mis fuerzas y que se multiplican en las calles de mi ciudad como setas en temporada. Un agujero negro del turbocapitalismo y del patriarcado moderno, una mezquita de la alienación física y mental de las mujeres donde se venden productos cosméticos desde los tres hasta los 99 años. Lugares que se han convertido en los nuevos casinos para las adolescentes que malgastan su juventud y su dinero en rutinas faciales con más pasos que La Macarena y más disruptores endocrinos que un bocadillo de Bisfenol A. Y acabé allí metida no por gusto, que yo mis escasos potingues me los agencio en farmacias o droguerías de pequeño tamaño, pero una es madre de una niña de cuatro años y un festivo de lluvia dábamos tumbos por un centro comercial atestado de gente mientras mi hija, sensiblemente enfadada por no poder entrar en un cine donde se proyectaba una película ya empezada, amenazaba con chillar rodando por el suelo. Entonces llegó el milagro. Sus pequeños ojos se clavaron en una estantería repleta de monísimos peluches con aroma a fragancia de melocotón que estaban estratégicamente situados en la puerta de la perfumería y justo a la altura de su cabeza.
Por supuesto, entramos a comprarle el peluche y, ya de paso, decidí comprarme yo también una crema de protección solar, una simple loción para proteger la piel de mi rostro de los rayos UVA y UVB, y no seguir aumentado mi nómina de manchas y melasmas. Y lo que me encontré en esa meca de la belleza fue una estantería repleta de infinitas posibilidades de matización, unificación y antiaging. Me pasé más de 25 minutos perdida y ansiosa ante la sorprendente gama de protectores solares que me prometían resultados espectaculares para quitarme años de encima. Cogí todas las cajas y las leí atentamente, estirando cada vez más el brazo, eso sí, porque la presbicia incipiente no me la quita ni el retinol. Mi hija abrazaba ya a su gata de colores y tocaba todos los potingues a su alcance mientras la dependienta suspiraba y yo seguía sumida en la más absoluta de las incertidumbres. ¿Qué se supone que debería comprar con 38 años? ¿Una cremita con un toque de color, unificante e hidratante para pieles sensibles y destinada a las "primeras arrugas"? ¿O un fotoprotector antiedad, con todas las de la ley, reparador, ultraligero y con ácido hialurónico?
Optimista donde las haya, acabé comprando el protector simplemente unificante y, mientras salía del comercio confundida y algo arrepentida por dejar pasar la oportunidad de reparar mis arrugas, observé mi rostro reflejado en un espejo. Y entonces la vi, ahí estaba ella: era mi madre. Y ahí estaba yo también, convertida en una señora ante la inevitable y definitiva evaporación de su juventud. Y entonces entendí también que aparentar 10 (o 15) años menos que nuestras madres cuando tenían nuestra edad es una imposición social mucho más grande que la de ser normativamente guapas o estar delgadas. Aparentar menos años de los que tenemos es lo normal porque lo normal, cada vez más, es lucir espectacularmente jóvenes a cualquier edad.
Junto con los cosméticos, están las intervenciones, esas que cada vez resultan más fáciles y accesibles para todas y que no solo están destinadas a que aparentemos más jóvenes, sino también a que resultemos mucho más agradables. Hilos tensores, bótox y rellenos faciales para que nunca se nos note el cansancio de señoras que no pueden con la vida, ni el enfado, ni la rabia. Conseguir que nos convirtamos en una especie de muñecas de rostros complacientes que sonríen embobadas ante una estantería de cosméticos y ante la vida es la gran conquista de esta dictadura de la imagen que ha parasitado la economía y el tiempo libre de muchísimas mujeres alrededor de todo el mundo. Una industria cuyo objetivo principal no es hacernos sentir jóvenes, sino provocar en nosotras el anhelo permanente, ese que nos mantiene clavadas como gilipollas durante 25 minutos en un establecimiento que odiamos mientras nuestras inocentes hijas descubren sus primeros maquillajes infantiles al alcance de la palma de su mano.
Que el cuerpo se descompone con la edad es una verdad tan sagrada como que el agua moja, por eso intento mantener la cabeza fría y no sucumbir a la tentación de intentar aparentar 25 años. Si acaso, lo que yo querría, es tenerlos. Yo no quiero un rostro excesivamente joven, lo que yo quiero es un aparato digestivo joven, un sistema hormonal joven, unas rodillas jóvenes y una joven despreocupación. Lo que yo querría, de verdad, es ser tan joven para tomar el sol sin protección y que me diese absolutamente igual quemarme porque la piel tiene memoria, pero la juventud desconoce el limitado alcance de su natural irresponsabilidad.
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